(Preadoles)C[i]encia: historia sentimental de un chaval curioso por el mundo

“El tío Tungsteno: recuerdos de un químico precoz” (2001, Anagrama ediciones) es una novela de Oliver Sacks (1933-2015), neurólogo, escritor británico y divulgador de la ciencia donde emerge un sabio equilibrio entre una autobiografía intimista y la historia de la ciencia y de la tecnología química, en el trasfondo de esa gran tragedia europea que fue la segunda guerra mundial.     

En la vida del chaval Oliver la curiosidad y la pasión por la ciencia brota, crece y se hace grande a través de una herencia familiar privilegiada, los padres son unos médicos intelectuales de la medio-alta burguesía, y de las vivencias y los cuentos de sus tías y tíos, cada uno de los cuáles involucrado en alguna rama científica, de la matemática a la medicina, a la botánica, a la química aplicada. El tío Tungsteno es el tío Dave, dueño de una fábrica de bombillas eléctricas, que les da la chispa inicial a su auténtica afición por la química.

En los convulsos tiempos de la segunda guerra mundial en UK, ese escuadriñar la naturaleza y el mundo con las lentes de las ciencias les permite lidiar con su mudanza y “exilio” en un internado, donde su familia lo llevó a causa de la guerra. En las matemáticas y las químicas, encuentra un mundo ideal, y desde ahí puede soportar sus maldades e inquietudes de niñez, el asomarse a la vida adolescente, las violentas dinámicas del internado.

“aquellos de nosotros que permanecíamos en la escuela tuvimos que tomar medidas psicológicas extremas: deshumanizar a nuestro principal torturador, convertido en algo irreal. A veces mientras me zurraba, lo veía reducido a un gesticulante esqueleto (en casa había visto radiografías, huesos en una tenue envoltura de carne). Otras veces dejaba de vedo como una entidad, y no era más que una agrupación de átomos provisionalmente vertical. Me decía: «Es sólo átomos», y, cada vez más, anhelaba un mundo que fuera «sólo átomos»”

“En mi caso, el refugio fueron al principio los números. Mi padre era un hacha en la aritmética mental, y yo, ya a los seis años, era rápido con las cifras, y, lo que es más, estaba enamorado de ellas. Me gustaban los números porque eran sólidos, invariables; permanecían impasibles en un mundo caótico. Había en los números y sus relaciones algo absoluto, cierto, que no se podía cuestionar, fuera de toda duda.”

(Capitulo 3 “Exilio”)

En el taller del tío, cada pregunta de Oliver deshila una narración sobre los protagonistas de la historia de la química, o da pie para un experimento sobre las técnicas de purificación y moldeamiento de los metales.

 “Pero sobre todo, me encantaba poder volver a ir a visitar al tío Tungsteno. Su fábrica, como mínimo, parecía más o menos igual (aunque ahora el tungsteno escaseaba, pues se precisaban grandes cantidades para fabricar el acero al tungsteno de las planchas de blindaje). Creo que a él también le encantaba que su joven protegido hubiera vuelto, pues pasaba horas conmigo en la fábrica y el laboratorio, respondiendo a mis preguntas con la misma celeridad con que yo las formulaba…”

(Capitulo 4 “Un metal ideal”)

Así empezó fascinándose por los metales que pueden dar la luz a la humanidad: el platino, el osmio, el iridio y el tungsteno. Poco a poco aprende a concebir grupos de distintos elementos por propiedades físico químicas afines, como la de la oxidación (los “metales ávidos de oxígeno”), bajo la guía del tío Dave y de sus experimentos en el taller. Se interesa al origen de los nombres de los elementos químicos, al desarrollo de la química del siglo XVIII, y a las técnicas de separación de los elementos. La historia del farmacéutico Sueco del siglo XVIII Scheele, uno de los grandes héroes del tío Dave, autor de grandes descubrimientos, que compartía de forma altruista con todo el mundo, sin ayudantes, sin fondos y sin salario, impresiona mucho al joven Oliver, que tendrá una de las primeras revelaciones de su vida:

“Scheele representaba para mí el lado romántico de la ciencia. Me parecía que la vida científica era íntegra y esencialmente buena, una relación amorosa que duraba toda la vida. Jamás me había parado a pensar en lo que sería de «mayor» – pues hacerse mayor era algo casi inconcebible -, pero ahora lo sabía: quería ser químico.”

(Capitulo 4 “Un metal ideal”)

Scheele y de otros del siglo XVIII empezaron la verdadera química moderna, investigando incontables minerales distintos, analizándolos, descomponiéndolos, viendo qué contenían, separando los nuevos metales de sus menas. Así fue que, tomando ejemplo de estas figuras de científicos, y dando un paso más allá a los sencillos (e inocuos) experimentos de química recreativa que sus padres y su hermano David hacían en la cocina con comida, sales y cristales, Oliver pretendió montar un pequeño laboratorio en casa:

“De modo que me instalé en casa mi propio laboratorio. Tomé posesión de una habitación trasera que nadie utilizaba, originariamente un lavadero, que tenía agua caliente, una pila y un desagüe y diversos armarios y estantes. El cuarto tenía la ventaja de que daba al jardín, con lo que si preparaba algo y se incendiaba, o hervía y se salía del recipiente, o emitía vapores tóxicos, podría sacado al exterior corriendo y arrojado al césped. y así fue como el césped no tardó en exhibir zonas chamuscadas y descoloridas, aunque mis padres lo consideraron un precio muy pequeño por mi seguridad, y quizá también la suya.”

(Capitulo 7 “Química Recreativa”)

En este precario y peligroso laboratorio improvisado Oliver Sacks abandona el disfrute de la ciencia química como espectador de los cuentos y de los pequeños experimentos del tío Dave, para convertirse en un entusiasta y atrevido protagonista de sus propios descubrimientos. La manipulación en primera persona de frascos, probetas y llamas, y la mezcla distintas sustancias lo lleva a experimentar explosiones

Con este tipo de química uno jugaba con fuego, en el sentido literal y metafórico. Se desataban inmensas energías, fuerzas plutónicas, y yo tenía la emocionante, aunque precaria, sensación de controladas, a veces por los pelos.”

(Capitulo 8 “Hedores y Explosiones”)

Y hedores, añadiendo un elemento perceptivo más a las herramientas de exploración del mundo de las sustancias químicas[1]

“Mi interés por los olores me hizo preguntarme cómo reconocíamos y clasificábamos los olores, cómo la nariz podía distinguir al instante un éster de un aldehído, o reconocer una categoría como los terpenos, por así decir, a primer olfato.”

(Capitulo 8 “Hedores y Explosiones”)

Los repetidos accidentes con gases nocivos y tóxicos finalmente llevaron sus padres a tomar precauciones, a imponerle la instalación de una capa aspiradora en el laboratorio. La mejor cita que destaca la labor de esta joven mente curiosa, azarosa, desafiante el mundo y al borde de la (auto)destrucción, como solo la de un preadolescente puede ser, es la que describe sus experiencias con la pandilla de amigos con al (extrema) reactividad de los metales alcalinos:

“El sodio era mucho más barato, y no tan violento como el potasio, de modo que decidí observar cómo actuaba al aire libre. Conseguí un trozo de buen tamaño –  pesaría kilo y medio – e hice una excursión hasta los estanques de Highgate, en Hampstead Heath, con mis dos mejores amigos, Eric y Jonathan. Cuando llegamos subimos hasta un pequeño puente, donde saqué el sodio de su hule con unas tenazas y lo arrojé al agua. Al instante se incendió, y se puso a dar vueltas a toda velocidad sobre la superficie del agua como un meteorito enloquecido, con una enorme llama amarilla en la parte superior. ¡Estábamos eufóricos: eso sí era química, y de la buena!

Había otros miembros de la familia de los metales alcalinos que eran aún más reactivos que el sodio o el potasio, metales como el rubidio y el cesio (también estaba el más ligero y menos reactivo, el litio). Era fascinante comparar las reacciones de los cinco arrojando pedacitos de cada uno en el agua. Había que hacerlo con cautela y unas tenazas, y conseguir para uno y para todos los invitados gafas protectoras: el litio se movía sobre la superficie del agua con calma, reaccionando con ella, emitiendo hidrógeno, hasta que desaparecía; un pedazo de sodio se movía sobre la superficie con un furioso zumbido, pero no se incendiaba si el trozo era pequeño; el potasio, por contra, se incendiaba al instante nada más tocar el agua, quemando con una llama color malva pálido y lanzando glóbulos en todas direcciones; el rubidio era aún más reactivo, y chisporroteaba violentamente con una llama violeta rojiza; y descubrí que el cesio estallaba al tocar el agua, haciendo añicos la cubeta de cristal. Después de eso uno jamás olvidaba las propiedades de los metales alcalinos.”

(Capitulo 12 “Humphry Davy, un Químico Poeta”)

Al par de la actividad de laboratorio, Oliver se dedica también a la lectura y al estudio de manuales clásicos de química, descubriendo las personalidades y los hallazgos de los padres de la química: Boyle, Lavoisier, Dalton, Gay-Lussac, Davy. Varios capítulos están dedicados al personal retrato biográfico y científico de estas figuras por parte del joven Oliver, el cual, a seguir, nos acompaña durante un largo camino de tres siglos de descubrimientos, clasificación, modelos y técnicas, con la narración de las vidas de Faraday, Maxwell, Fraunhofer, Kirchoff, Balmer, Roentgen, Bequerel, Marie Curie, Rutheford, Bohr y Planck, entre otros. La historia de la química se desarrolla en todas sus ramas y subramas hasta la primera mitad del siglo XX: así se presentan también hitos y protagonistas de la espectroscopia, de la radioactividad, de la fluorescencia y de la luminescencia. Sin embargo me parece bastante claro que al fin del camino del descubrimiento para Oliver es la clasificación de todos los elementos químicos en la tabla periódica de Mendeleiev, hito y punto de llegada dela en química inorgánica, después de siglos de experimentos y deducciones:

Era como un crucigrama al que había que acercarse por las claves horizontales o verticales, sólo que un crucigrama era algo arbitrario, una elaboración puramente humana, mientras que la tabla periódica reflejaba un profundo orden de la naturaleza, pues mostraba todos los elementos dispuestos en una relación fundamental. Tuve la sensación de que albergaba un maravilloso secreto, pero era un criptograma sin clave alguna: ¿por qué era así esa relación?”

“En mi segunda visita me puse a observar la tabla desde una perspectiva casi geográfica, como un reino, con diferentes territorios y fronteras. Ver la tabla como un reino geográfico me permitió colocarme por encima de los elementos individuales y ver ciertos gradientes y tendencias generales.”

(Capitulo 16 “El Jardín de Mendeleiev”)

El orden y la parsimonia de los elementos químicos, los ladrillos de todo el universo, aparecen alabados en el cierre final del libro, en una ultima consideración científico/filosófica que junta matemática, universo y Dios  

“Los átomos de Bohr estaban sin duda muy cerca del mundo óptimo de Leibniz. «Dios piensa en números», solía decir la tía Len. «Los números son la manera en que se ensambla el mundo.» Esta idea nunca me había abandonado, y ahora me parecía abarcar todo el mundo físico. En aquella época había comenzado a leer algo de filosofía, y Leibniz, en la medida que podía comprenderlo, me atraía especialmente. Hablaba de una «matemática divina», con la que uno podía crear la realidad más rica posible mediante los medios más económicos, yeso, ahora me parecía, podía verse en todas partes: en la hermosa economía mediante la cual millones de compuestos se creaban a partir de unas decenas de elementos, y los ciento y pico elementos que procedían del hidrógeno; la economía mediante la cual toda la variedad de átomos se componía de dos o tres partículas, y en la manera que su estabilidad e identidad quedaban garantizadas por los números cuánticos de los propios átomos: todo eso era lo bastante bello como para ser obra de Dios.”

(Capitulo 23 “Luz Brillante”)

Entrando en cuestiones más personales y humanas, las posturas hacia la ciencia y la naturaleza son marcos de referencia para Oliver para entender los caracteres de los padres:

“Los seres humanos, el comportamiento humano, los mitos y sociedades humanas, el lenguaje humano y las religiones ocupaban toda su atención, y le interesaba poco lo no humano, la «naturaleza», que sí interesaba a mi madre. Creo que mi padre se sintió atraído por la medicina porque su práctica era algo clave en la sociedad humana, y él se veía en un papel ritual y esencialmente social. Y creo que mi madre, por su parte, se sintió atraída por la medicina porque para ella formaba parte de la historia natural y la biología. Era incapaz de ver la anatomía o la fisiología humanas sin pensar en paralelismos y precursores en otros primates, otros vertebrados. Eso no ponía en peligro el interés y la sensibilidad que sentía por el individuo, pero lo colocaba siempre en un contexto más amplio, el de la biología y la ciencia en general.”,

(Capitulo 19 “Mi madre”)

y se reflejan sus mismos cambios hormonales y psicológicos, típicos de la entrada a la adolescencia

“En las clases de biología me entró un repentino e intenso interés por los sistemas reproductores de los animales y las plantas, sobre todo los «inferiores», los invertebrados y las gimnospermas. La sexualidad de las cicadinas y las ginkgoales me intrigaba, que conservaran espermatozoos todavía motiles, como los helechos, pero tuvieran unas semillas tan grandes y tan bien protegidas. y los cefalópodos, la sepia, eran aún más interesantes, pues los machos introducen un brazo modificado que transporta los espermatóforos en la cavidad del manto de la hembra. Aún me hallaba a una gran distancia de la sexualidad humana, de mi propia sexualidad, pero ya comenzaba a parecerme un tema de lo más intrigante, tan interesante casi, a su manera, como la valencia o la periodicidad.”

“Durante cuatro años mi interés predominante había sido la ciencia; una pasión por el orden, por la belleza formal, era lo que me había seducido: la belleza de la tabla periódica, la belleza de los átomos de Dalton. El átomo cuántico de Bohr me parecía una cosa celestial, pensada, por así decir, para durar toda la eternidad. A veces sentía una especie de éxtasis ante la belleza formal e intelectual del universo. Pero ahora, con la aparición de nuevos intereses, a veces sentía lo opuesto, una suerte de vacuidad o aridez en mi interior, pues la belleza, el amor a la ciencia, ya no me satisfacía del todo, y ahora anhelaba lo humano, lo personal.”

(Capitulo 22 “Cannery Row”)

Los capítulos prevalentemente dedicados a la historia de la química, lejos de ser un material didascálico, tradicional y académico, siguen estando repletos de referencias a cuentos familiares, artilugios de los talleres familiares, experiencias directas, emociones, historias personales por ende. En este sentido constituye un óptimo libro tanto para lectores aficionados a las biografías y a las obras históricas, como para los seguidores de ensayos de ciencia. Con este libro Sacks defiende el principio que todo conocimiento autentico parte de una experiencia emotiva y sentimental personal, de los encuentros y desencuentros vitales. Así también en la lectura: si me apasiono por los acontecimientos de este joven tímido y desamparado, tendré interés también para sus queridos elementos químicos, y viceversa, si en un principio tendré ganas de refrescar un poco de química y de su historia, entenderé finalmente la importancia del proceso de aprender, en sus complejos caminos, más allá del solo contenido, de la sola información.


[1] Con la fascinante, poética y dramática observación del tío Dave: “…me contó que el fosgeno, cloruro de carbonilo, el terrible gas venenoso utilizado en la Primera Guerra Mundial, en lugar de indicar su peligro mediante un olor halógeno, desprendía un engañoso olor a heno recién segado. Ese olor dulce y campestre era lo último que percibían los soldados gaseados con fosgeno justo antes de morir, yéndose de este mundo con la fragancia de los campos de heno de su infancia.”

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *