La neuroeducación es una disciplina, surgida a finales de los años 80, que promueve una mayor integración de las ciencias de la educación con aquellas que se ocupan del desarrollo neurológico.
En la última década la neuroeducación se ha popularizado mucho entre profesores y padres, ambos apoyándose a este conjunto de teorías y prácticas como instrumento de cambio en el cada vez más deficitario sistema educativo y pedagógico actual. La comunidad educativa busca soluciones de forma desesperada y cuando aparece una moda se agarran a ella como a un clavo ardiendo.
Hablando ya de meta-neuroeducación: hay estudios sobre el poder seductor de la neurociencia que demuestran que cuando una información va a acompañada de una imagen de un cerebro o de la palabra neuro es más creíble, más sexy.
Una nueva rama del conocimiento, en este caso multidisciplinar, que tiene supuestas implicaciones practicas inmediatas, rápidas, y eficaces, trae consigo muchas creencias. En este caso Hay que tener cuidado porque hay muchos neuromitos.
Un estudio llevado a cabo en cinco países en el 2014 reveló que muchos profesores siguen creyendo en ideas desacreditadas experimentalmente: la de que usamos solo el 10% de nuestro cerebro, que los ejercicios de gimnasia cerebral, como el sudoku, mejoran el aprendizaje, que cada alumno tiene un hemisferio cerebral dominante, y que se aprende mejor si se recibe la información en el estilo de aprendizaje favorito (visual, auditivo o cinestético, según la teoría de las inteligencias múltiples de Howard Gardner).
Algunos de estos, los primeros dos sobre todo, son neuromitos triviales, bastante inocuos y con una trascendencia no muy grave, hecho de frases a efecto o soluciones fáciles y rápidas. Por ahora por muy inútil que sean las tares de neuroeducación, por lo menos implica una postura dinámica, un “puedo mejorar”, y quién sabe si esto a nivel de efecto placebo no puede tener algún efecto positivo sobre la motivación.
Sin embargo cuándo hablamos de sesgar el estilo educativo según el hemisferio dominante o el supuesto tipo de inteligencia de los niños, estamos dando pautas educativas a medio y largo plazo, sin tener una sólida base demonstrada. De hecho, es más bien lo contrario: no hay múltiples inteligencias, sino una inteligencia con varias dimensiones. La inteligencia, la habilidad para resolver problemas, es una habilidad cognitiva, así como la percepción visual, por ejemplo. Este malentendido sobre la inteligencia puede ser dañino: «Es un error pretender que los niños aprendan matemáticas, por ejemplo, a través de otras inteligencias. Sería como decidir que vas a entrenar tus brazos para correr más rápido, porque tienes las piernas algo débiles. Lo que debes hacer es entrenar tus piernas, que son las que sirven para correr», afirma Héctor Ruiz Martín, biólogo y director de la International Science Teaching Foundation de Barcelona.
Hay mitos asociados con neurociencia y educación aún más perjudiciales, como el que sostiene que la inteligencia es una habilidad fija, que uno nace con una cantidad de inteligencia determinada o que esa es la que tendrá toda la vida. Este prejuicio es mayor en las disciplinas con menor participación femenina, algo que podría estar relacionado con otro neuromito: el de la diferencia radical entre cerebro masculino y femenino. En este caso el mito de una inteligencia estática, fatalista y determinista, puede trascender en prácticas que se acercan a la eugenetica.
Esas concepciones soportan la idea que la carga biológica de la herencia prevalece sobre el efecto del entorno social, la calidad del medio ambiente o el estilo de vida. Pero en la realidad «La neurociencia nos demuestra que la inteligencia es flexible, como lo son casi todas las habilidades de nuestro cerebro. El cerebro es como un músculo: con práctica, se refuerza», explica Ruiz Martín. «Las personas que creen que su inteligencia es fija tienen miedo a fallar, porque demostrarían que no son inteligentes. En cambio, las personas que estiman que sus habilidades cognitivas se pueden mejorar con esfuerzo, se lanzan y aprenden. Es la diferencia entre decir ‘yo no soy bueno en mates’ y ‘yo no soy bueno en mates todavía’».
Francisco Mora, doctor en Medicina y también doctor en Neurociencia por la Universidad de Oxford, es bastante cauteloso con el tema del papel de la neuroeducación, pero avanza algunos practicas útiles procedentes de estudios neurológicos: aprender a leer con seis años, cuando se han desarrollado todos los circuitos neuronales que codifican para transformar de grafema a fonema (lo que lees a lo que dices), y clases cortas o bien largas pero interrumpidas por elementos disruptores y emotivos, ya que el umbral de la atención no dura más de 10-15 minutos.
Su principal aportación en las técnicas de aprendizaje se centra sobre el rol de las emociones: «Estudios recientes muestran que la adquisición de conocimientos comparte sustratos neuronales con la búsqueda de agua, alimentos o sexo. Lo placentero. Por eso hay que encender una emoción en el alumno, que es la base más importante sobre la que se sustentan los procesos de aprendizaje y memoria», dice.
Anna Carballo, doctora en Neurociencias por la Universidad Autónoma de Barcelona, Profesora del Máster en Dificultades de Aprendizaje y Trastornos de Lenguaje de la Universitat Oberta de Catalunya además de pedir prudencia ante «el poder seductor de la neurociencia», ya que no tiene una fórmula para diseñar la escuela perfecta, tiene una postura más crítica sobre el poder de las emociones en el aula. La doctora Carballo reconoce que el cerebro necesita emocionarse para aprender, pero alerta a los docentes sobre el peligro de convertir las clases en un «frenesí emocional constante». Los niños también tienen que aprender a aburrirse.
«La idea clave es que las experiencias de aprendizaje se acompañen de emociones positivas, conseguir que el alumno no las asocie al fracaso, al no llego. Si no, a la larga no querrá seguir aprendiendo. El cerebro tiende a querer repetir toda experiencia placentera. Además, es absurdo intentar que a todos los niños les emocione lo mismo. La propuesta pedagógica tiene que ser diversa.», especifica Anna Carballo.
Mi personal opinión es que, si el sistema educativo quisiera fomentar auténticas capacidades intelectuales sean fruto de un lento y duro proceso del trabajo y la disciplina, debería insistir como leva motivacional más en los sentimientos que en las emociones. Las emociones, elementos claves de nuestro mundo relacional post-post-moderno, son instintivas y rápidas, de lo contrario los sentimientos de maduración lenta y estratificada, hechos de memorias, relaciones y de historia. Estos últimos supongo que sean menos comprensibles por los neurólogos, pero más por psicólogos, historiadores, sociólogos y pedagogos.
En este sentido la neurología, como ciencia dura, debería constituir un apoyo para confirmar lo que ya ha sido hallado por parte de la pedagogía y psicología, ciencias más blandas pero con muchos más datos experimentales, fruto de décadas de observaciones en el aula.
Anna Carballo lo tiene claro: «Tenemos información de lo que hace un cerebro dentro de un tubo de resonancia magnética funcional cuando toma una decisión. Pero toda la complejidad que conlleva un contexto de aprendizaje como el aula se nos escapa…».
«Muchos estudios dan la razón a lo que la pedagogía había expresado con su intuición: que para aprender un concepto partimos de lo que ya sabemos; que la implicación hace aprender mejor que la pura escucha; que es importante transferir conocimientos de un contexto a otros; que la clase magistral sirve para ciertos objetivos, pero no para introducir nuevas ideas…», afirma Ruiz Martín.
De la misma opinión es José Ramón Alonso Peña, catedrático de Biología Molecular en la Universidad de Salamanca: «Muchas veces nuestros estudios de laboratorio parten precisamente de la constatación de lo que ya funciona en la práctica y son otros, y no precisamente los neurocientíficos, quienes lo han descubierto. Aristóteles dijo que en la enseñanza no hay que empezar por el principio, sino por lo que más motiva. Lo dijo sabiendo que lo que motiva emociona, pero sin saber que las emociones activan hormonas suprarrenales, como la adrenalina, que facilitan la formación de la memoria en el cerebro.», y además “Los neurocientíficos no deberían trasladar al mundo de la educación algo de lo que los educadores pueden prescindir sin perder apenas capacidades. Sería lamentable que la neurociencia se convirtiera en una especie de florero para vestir de cientifismo los procedimientos pedagógicos actuales, muchos de ellos fundamentados en una fenomenal tradición secular. es que estemos llenando de «neuros» todos los campos del conocimiento, con el peligro de crear una burbuja que un día nos puede estallar en la cara.»
Si no queremos que la neuroeducación sea considerada por los ilustrados del futuro en el mejor de los escenarios como una serie de pautas frívolas sobre la gestión de las emociones, o en el peor, como un cuerpo teórico sobre una inteligencia determinista y causalista al puro estilo de las de Cesare Lombroso, tenemos que progresar en la interdisciplinariedad entre neurociencia y educación muy despacio, con humildad, buscando confirmaciones de lo conocido más que de una radical revolución. Y, como siempre en todo proceso científico, con más preguntas duras que respuestas triviales.
A hombros de gigantes, y con pasos de plomo.
Bibliografía
https://www.elperiodico.com/es/cuaderno/20170326/cuidado-con-mitos-neuroeducacion-5925213
https://elpais.com/economia/2017/02/17/actualidad/1487331225_284546.html
https://elpais.com/economia/2018/02/16/actualidad/1518783405_526230.html