Fritz Jacob Haber y Clara Immerwahr eran un matrimonio alemán del principio del siglo XX. Ambos investigadores en química, se conocieron en una clase de baile, y luego después de años se reencontraron en un congreso de electroquímica, en el que Clara fue la única mujer participante. Tras unos pocos meses de cortejo acabaron casándose en 1901.
Durante la gran guerra Fritz Haber, que por aquel entonces trabajaba sobre cuestiones de química orgánica en un laboratorio de Dahlem (Berlín),
desarrolló el gas tóxico dícloro. Decidido promotor y partidario de su uso por fines bélicos, el 22 de abril de 1915 presenció el lanzamiento por el ejército alemán de 150 toneladas de gas cloro sobre un frente de 6 kilómetros en Ypres, al suroeste de Bélgica. Tras el ataque, el panorama era dantesco, los moribundos se retorcían entre espasmos echando espumarajos amarillentos por la boca. Tras el éxito de esta terrible operación fue nombrado capitán de la Wehrmacht (literalmente, “poder de defensa”, o ejército alemán), con el poder de supervisando directamente las operaciones.
Así fue que el 1 de mayo se organizó un festejo en casa Haber por el honor concedido a él, un civil, y además judío. Clara pasó la tarde inquieta, escribiendo cartas, y por la noche participó en la recepción, visiblemente incómoda. Ella esperó a que el último invitado se fuera, y tal vez se despidió en silencio de su único hijo, Hermann, de trece años. Fue al jardín, probó el
arma de su marido con un primer disparo, y luego dirigió el segundo a su pecho. Hermann aún la encontró con vida, pero Clara murió un poco después.
Marta Baena ha recreado en su blog una carta, la posible despedida de Clara a Fritz, con las duras palabras que ella le habría querido transmitir. Aquí viene una carta que Fritz, atormentado por sentimientos contrastantes, les escribió unos días después de su trágica muerte.
Ypres, 24 mayo 1915
Amada Clara,
Aún en el frente, cumpliendo mis deberes con nuestro Pueblo y nuestro Emperador, cada vez que vuelvo en el centro de comando, leo una y otra vez tu última carta, y sufro frente a lo absurdo y a lo inexplicable de tu gesto.
Es cierto que tenías todo lo que la vida podía darte, y te podría asegurar que en pocos meses hubiésemos alcanzado el más alto y digno lugar del mundo, como merece la Civilización y el Pueblo alemán todo.
Pero tu determinación obstinada, la misma que te llevó al estudio de la química, la misma que te empujó a ayudarme en mis investigaciones, con las traducciones de los artículos al alemán, la misma que te dio la fuerza de crecer nuestro hijo y hacer frente a su precario estado de salud, esa misma determinación te dirigió hacía la locura y luego a tu muerte. Tu locura ha deformado frente a tus ojos los buenos, verdaderos y justos principios que rigen la labor de tu marido.
Mi ciencia es para el bien común, en el que tu hubieras tenido un sitio de honor a mi lado, si solo hubieras cumplido con tus dignas obligaciones de esposa y de madre, si esa ciega locura no te hubiese descarrilado de los valores del pueblo alemán al que perteneces.
El objetivo de mi trabajo siempre ha sido orientado al progreso y a la prosperidad del Pueblo. Gracias al proceso de síntesis del amoniaco, que desarrollé hace pocos años, en el próximo futuro habrá grandes cantidades de abono, y entonces alimentos y bienestar para todos nuestros hermanos alemanes.
El continuo ataque a nuestro Pueblo y a nuestra cultura por parte de unos países que ya desvirtuaron su moral, y perdieron los verdaderos valores de la raza blanca europea, me obliga a defender mi familia y nuestro Pueblo, incluso con el medio de la guerra. Eso mismo pudiste leer en el manifiesto An die Kulturwelt!, que firmé con mucho honor, y eso mismo te insistí y afirmé en todas las ocasiones en las que tuve que discutir contigo.
En estos tiempos de guerra, mi labor, mi ciencia y yo mismo pertenecemos al Imperio alemán y a su Pueblo. Mi ciencia está acelerando los acontecimientos bélicos, y acortará la duración de la guerra, salvando miles y miles de vidas de los soldados del Imperio, a cambio de unas pocas de los enemigos de tu Pueblo y de tu civilización. La guerra es la guerra y la muerte es la muerte, fuera cual fuera el medio para inflingirla, y el medio que yo desarrollé es de los más eficaces.
No te perdonaré que acabaste con tu vida cuando celebraba mi nómina a capitán. No te perdonaré que mi hijo tuvo que verte, desangrada, en tu cobarde muerte. A pesar de mi rabia por ti, solicité, en vano, un permiso para acompañar nuestro hijo al funeral, para tu último viaje. Probablemente haya sido mejor no haber estado en el funeral, sentía indignación y vergüenza por lo que hiciste. Pudiéramos haber sido felices, y tú lo estropeaste con tu insano gesto. Mi arma, aquella con la cual te mataste, una Parabellum, lleva en su nombre lo que tu no quisiste entender; ironía amarga y triste de la vida [1].
Sigo trabajando por la victoria y la dignidad de nuestro hijo y de mi Pueblo. Mañana lanzaremos un segundo ataque en Ypres para demostrar al mundo nuestra superioridad, bélica y moral. Una pena que tu no podrás ver semejante triunfo.
Con amor y rabia, tu esposo
Fritz Jacob Haber
Bibliografía
– Personajes Secundarios: Clara Immerwahr, Gabriela Vázquez Rodríguez, https://www.researchgate.net/publication/330888555_Clara_Immerwahr
– Un verdor terrible, Benjamín Labatut, Anagrama ediciones
https://www.anagrama-ed.es/autor/labatut-benjamin-2455
– Historia de la ciencia en Europa, Javier Ordóñez Rodríguez, notas del Master en Cultura Científica, Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea y Universidad Pública de Navarra, 2022-23
[1] La Parabellum-Pistole, popularmente conocida como Luger, es una pistola semiautomática patentada en 1898, y producida por Alemania a partir del año 1900. Su nombre proviene del antiguo refrán en latín Si vis pacem, para bellum, si quieres la paz, prepárate para la guerra.